Las grandes épocas, los dramaturgos tenían ante ellos un público unido. La muchedumbre que sé apretujaba en las gradas de la cavea de Dionisios, Sirite. los tablados de los misterios medievales o en log claros del bosque de Banltoide, tenía, un almacén común, una sensibilidad acorde a la de’ los personajes, y fe en los mismos dioses. Esas multitudes reaccionaban a un tiempo ante las mismas cosas. Actualmente, una sala de espectáculos, no abriga, ya a un público, sino a una multitud de individuos de educación, de sensibilidad y de creencias diferentes, cuyas reacciones operan a veces unas contra otras. La obra, que debería representarse en ellos y con ellos, no se representa más que ante ellos. Un arte dramático sólo puede ser grande cuando el poeta, los intérpretes y los espectadores son oficiantes en conjunto. Sabemos muy bien, que no se puede esperar qué vuelvan tales espectáculos. La tarea de nuestra generación no consiste en hacer llamear sobre la colina las piras gloriosas), sino en trasmitir, a través de siglos oscuros, la humilde antorcha qué mantendrá el fuego vivo hasta el día, en que una humanidad mejor merezca hacerla relucir. El alma del teatro es inmortal.